El «valor» ¿Un concepto en declive?

El valor representa la utilidad que los productos y servicios ofrecen a quién los adquiere y utiliza y es la principal razón para su desarrollo y obtención. Sin embargo, en demasiados casos, es olvidado y apartado del diseño y producción lo que justifica la gran proporción de proyectos fallidos y problemáticos que encontramos en el mundo de las tecnologías, por ejemplo, aunque no exclusivamente.

Si se consulta el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua se encuentra el término valor junto a una enumeración de sus posibles significados que son, por cierto, bastante numerosos ya que recoge hasta trece posibles significados.

No sé si será por esa extensión de posibles usos del término pero el hecho es que este es un término que, en mi opinión, se encuentra significativamente devaluado en el uso cotidiano que del mismo se hace en el entorno profesional y económico.

Se confunde con frecuencia el término con precio pues existe, o debería existir, entre ambos términos una relación próxima e inseparable pues si el valor define la cualidad que poseen determinadas realidades, objetos y cosas, consideradas como bienes, por lo cual son estimables y en virtud de la cual se da por poseerlas cierta suma de dinero o equivalente, el precio sería lo que quién las desea y no las tiene desembolsa para adquirirlas. Sin embargo, pese a la proximidad y vecindad del significado no deben confundirse ambos conceptos ni mucho menos considerarlos sinónimos.

Dejando aparte los significados más propios del mundo artístico o militar, en los cuales no entraremos, si que resulta cuando menos curioso ver los significados más habitualmente expresados actualmente a través de esta palabra.

En una economía tan financiarizada como la nuestra en los últimos años se ha hecho común entendimiento del valor como los títulos representativos o anotaciones en cuenta de participación en sociedades, de cantidades prestadas, de mercaderías, de depósitos y de fondos monetarios, futuros, opciones, etc.  que son objeto de operaciones mercantiles.

También es común el uso de valor como equivalencia de una cosa u otra, especialmente hablando de monedas.

Sin embargo, el concepto de valor que me interesa recuperar aparece en las acepciones que el diccionario, muy acertadamente en mi opinión, recoge en las primeras posiciones pues su relevancia es superior.

El valor es según la primera acepción del diccionario el grado de utilidad o aptitud de las cosas para satisfacer o proporcionar bienestar o deleite. Y también la fuerza, actividad, eficacia o virtud de las cosas para producir sus efectos.

Y estas acepciones son las que considero que han caído en el olvido de muchas empresas y profesionales, supongo que de muchos sectores pero, personalmente, lo he constatado de manera preocupante y creciente entre las empresas del terreno tecnológico.

Me gusta preguntar a los asistentes a los cursos que imparto sobre algo tan sencillo como es ¿A qué te dedicas? ¿Por qué te pagan? Y las respuestas que obtengo son realmente ilustrativas pues aunque varían mucho pero oscilan entre el silencio inexpresivo que quién se encuentra alienado haciendo algo que no sabe muy bien para qué sirve hasta el que, en un arranque de autoconsciencia contesta que produce programas, aplicaciones o cualquier otro sinónimo utilizado para referirse a los componentes software de los sistemas de información.

Estas respuestas podrían ser entendibles si proviniesen de programadores o personal más o menos inexperto. No serían correctas pero se podría entender que este tipo de profesionales acusaran los efectos de la visión en corto fruto de la continua fijación en un nivel de micro detalle que les exige su actividad diaria pero, no es este el perfil que predomina en los cursos que imparto que están dirigidos a jefes de proyecto y personal con responsabilidades en la gestión de proyectos.

El déficit que representa no inquirir para qué quiere el cliente lo que nos encarga hace que los proyectos se desvíen con mucha finalidad y, en muchas ocasiones, malogren los esfuerzos de todos los implicados en un ejercicio de despilfarro inaceptable al generar un resultado que no se puede utilizar para la finalidad prevista. En el mejor de los casos, tras muchas tensiones las desviaciones son corregidas mínimamente para que encajen y nos encontramos con unos productos con funcionalidad básica que mantienen importantes carencias que provocan una ineficiencia continuada en las actividades del cliente y sus procesos de negocio.

Tampoco es inhabitual encontrar proyectos que ofrecen una prolija colección de utilidades y soluciones para problemas inexistentes en otro tipo de despilfarro igualmente negativo: sistemas bizarros que acumulan funciones y posibilidades muy numerosas que poco o nada aportan y que dificultan el aprendizaje del uso y manejo, y provocan errores y confusiones constantes para los usuarios.

Estas situaciones son casos paradigmáticos de comprensiones empobrecedoras de los proyectos, su propósito y finalidad, centrados en las características y el alarde de funciones y prestaciones sin pensar en ningún momento en el cliente, su negocio y la utilidad o beneficios que busca con este proyecto, auténtico motor e impulso de la inversión que representa el lanzamiento del mismo.

El cliente no quiere el producto por si mismo sino por las ventajas y beneficios que le reporta y, si olvidamos eso, estamos a un paso de errar en el siempre incierto proceso de satisfacción de los requisitos y expectativas del cliente. Aprendámoslo ya, de una vez por todas y, sobre todo, no lo olvidemos nunca más.

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